Os traemos la segunda y última parte del artículo «Islas Faro»; escrito por un cartagenero llamado Martín Donato. Este artículo se publicó en el primer número de la revista <Artnoir>, en septiembre de 2018.
ISLAS FARO
Islas y faros, faros e islas. Hagamos bailar ambos términos, hasta que dancen unidos.
Si una isla es refugio, un faro en una isla es la sublimación de ese ideal de protección. A la cualidad insular de acogida le suma la de fortaleza, con su esbelta figura dominándolo todo, y su luz convertida en una promesa visual de socorro.
Es la unión perfecta de lo humano y lo «divino». Lo mejor de lo humano, el auxilio al prójimo en apuros, con lo mejor de la naturaleza, ese fragmento de patria sólida en mitad de las aguas profundas, esa embajada de tierra firme en el imperio de los mares.
Cuanto más diminuta sea la isla, islote, roca o escollo donde esté colocado el faro, más simbolismo alcanza su unión. En ocasiones no hay más tierra visible que la propia baliza, una aguja elevada sobre el incesante oleaje, surgida de las aguas como una Venus, pero sin testículos de Dioses de por medio.
En mitad de la tormenta ni siquiera el faro es ya tierra, sólo un fantasma borroso que se entrevé entre los embates del temporal. Parece entonces imposible que pueda sobrevivir a las fuerzas desatadas del océano.
Y sin embargo, resiste impasible el incesante ataque, hasta que amaina el asalto y llega la tregua, siempre temporal. Es una guerra perdida, pero el faro sabe que su propósito no es la victoria final, sino hacer pagar cara su derrota. Igual si nos planteáramos la vida como se la plantea un faro, sabiendo como sabemos que nunca podremos ganarle a la muerte, mejoraría nuestra existencia.
Cada cual tiene su propia mitología, un armario sentimental repleto de elementos inclasificables, aparentemente inconexos, pero unidos por unos hilos invisibles y poderosos. En nuestra mente tiene sentido que todo esté ahí, hermanado, siendo tú, porque uno es, sobre todo, lo que ama.
Dirigibles, escudos, mapas o banderas son algunos de los componentes de mi cosmogonía personal, y por supuesto, las islas (sobre todo las abarcables, las que si se eleva uno lo suficiente puede ver de un solo vistazo) y los faros están también ahí dentro, bien cerquita del corazón.
Posiblemente todo lo escrito anteriormente no fue más que un fútil intento de racionalizar mis gustos, de intentar buscar un sentido al amor que me embarga por esas atalayas luminosas, por entender ese sentimiento tan extraño que me despiertan.
Y seguramente por ello hay más de imaginación y autoengaño que de verdad en todo lo que conté. Y ni siquiera hacía falta. Porque una torre junto al mar, elevada sobre algún escabroso risco, iluminando el horizonte mientras el sol se oculta, siempre resultará algo hermoso. No hace falta ninguna otra razón para amarlas. En realidad, ni siquiera hace falta razón alguna.
Muchas gracias Martín.