Bonus track de «Portland Head» por Fran Sanabre

Primer domingo de septiembre y hay cosas que no cambian, puesto que nuestro amigo Fran Sanabre continúa deleitándonos con sus relatos. En esta ocasión nos narra el origen de

Portland Head

Hay una cosa que no dije sobre Portland Head, algo que pasó en la niebla. No tiene nada que ver con la historia, pero merece la pena contarlo, así que volvamos a mi pesadilla. Volvamos a Boston.

¡Mi primer spin off, yuju! Si quieres, primero puedes leer esto para ponerte al día.

https://www.losfarosdelmundo.com/portland-head-por-fran-sanabre/

Vale. La niebla, ¿no? Ahí estaba yo, caminando por el mundo sin saber a dónde y sin llegar a ninguna parte, perdido. Llevaba días así. El hambre y la sed golpeaban duro y mi cerebro, traicionero, me hablaba de la muerte en aquella soledad eterna.

Lo de la niebla fue muy largo, demasiado. Para la próxima me matan rapidito, por favor. Por suerte sí que encontré a algunas personas allí, en el vacío, aunque de poco sirvió, nadie me ayudaba. Lo bueno es que me dejó una anécdota simpática.

Entre las pocas que vi, una de aquellas personas estaba de pie ante un lienzo sobre un caballete. Era un tipo de mediana edad, alto, alopécico, de ojos claros y mirada triste, con una tímida sonrisa queriendo escapar por la comisura de sus labios.

Comencé a hablar sin parar, dando voces y gesticulando, pero sólo obtenía silencio por respuesta. Quizá alguna educada sonrisa o una condescendiente caída de ojos. Me dió agua y algunas galletas.

-¿Qué pintas? -pregunté.

Sin decir palabra, señaló a mi espalda: ¡El faro!

Corrí hacia él. A riesgo de perderlo de vista en mitad de la niebla (y así fue), me di la vuelta para preguntar a mi nuevo amigo por su nombre.

-Edward -respondió-, y ahora vete, por favor, necesito estar solo.

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Lighthouse and buildings. Edward Hopper (1927)

«Portland Head» por Fran Sanabre

Último fin de semana del mes de agosto y último relato de nuestro amigo Fran Sanabre. En este segundo ciclo hemos publicado cinco relatos de sus faros macabros, por lo que en total la serie se cierra con once apasionantes e intrigantes historias. ¿Será el último de verdad? El tiempo nos lo dirá.

Acompañadnos y podréis saber que sucedió en Portland Head lighthouse, un faro estadounidense situado en Cape Elizabeth, Maine.

Portland Head

No voy a escribir, da igual que me lo pidan desde Alemania o Argentina. Y es que no puedo, ¡no puedo! No tengo ideas y siempre estoy cansado, como con sueño. No duermo bien desde.., bueno, nunca he dormido bien. Pero todo comenzó de verdad cuando visité el faro de Portland Head.

Tiempo atrás y con algo de dinero en mis manos, decidí dejar la isla y viajar a Boston para dar una sorpresa a mi amigo Pablo. Sorpresa la mía al saber que se había mudado hasta de país. Habría que aprovechar para hacer turismo y no me lo pensé: ¡Al faro!

Llegué a Fort Williams aquella tarde de septiembre con el museo del faro ya cerrado. No quedaba nadie y pude disfrutar de un momento de paz. La soledad del farero. Me dirigí a la parte trasera de la casa, de cara al mar. Caía la noche.

No me alegré al ver allí a un tipo sentado, mirando al mar. Me habían robado la calma. Debía ser un trabajador del museo porque vestía un uniforme antiguo. En el banco, junto a él, tenía una cuerda. Clavó su mirada en mí cuando comencé a reír.

-¡Joshua Freeman! ¡Qué gran recreación! Si tuvieras licor clandestino para vender ya lo clavas. -¿Quieres un trago? -respondió sacando una gran botella de barro, y allí me quedé, bebiendo a penique por vaso.

Bebí hasta dormirme y despertar allí, en aquel banco, con una resaca de cojones. Estaba oscuro y el faro apagado. -¡¿Hola?! ¡Joshua! -me reí. No debí haberlo hecho. Aquí todo se mezcla en mi cabeza, pero creo que primero fue lo de la placa de hielo.

Escuché golpes en la pasarela de la torre y me acerqué para pedir ayuda cuando un gran bloque de hielo cayó desde lo alto, aplastándome. Desperté sobresaltado en el banco. Menuda pesadilla, pensé.

Necesitaba vomitar. Lo hice en el mar. En la oscura y silenciosa noche, entre arcadas, volví a ser aplastado. Esta vez por el «Annie C. Maguire», que encallaba en la costa (y sobre mi cuerpo) sin avisar. Volví a despertar en el banco.

Tenía que salir de allí. -¡Se acerca la niebla, tocar sirena! -escuché gritar. Parecía la voz de.., ¿un loro? Cada vez entendía menos. La niebla llegó y, tras caminar toda la noche, seguía perdido por la mañana. Morí de hambre en la niebla y desperté en el banco.

Sufrí una y otra vez cada una de las desgracias de la historia de Portland Head, incluso fui aplastado por la campana de niebla una noche de tormenta. Y siempre despertaba en el banco.

Decidí poner fin a todo con la cuerda que Joshua había dejado en el maldito banco, pero volví a despertar allí. No sé cuánto tiempo estuve atrapado en aquella pesadilla y no sé cómo, cuándo ni por qué aparecí en el psiquiátrico de mi isla, donde estoy ahora.

Sólo sé que no he vuelto a dormir, que mi cabeza no va bien, que no puedo concentrarme y… ¿Por qué estaba yo contando todo esto? ¡Ah! Porque no puedo escribir más historias de faros macabros.

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Gonzalo Codina ha coloreado la fotografía para que el faro no sea tan macabro.

«New London» por Fran Sanabre

Es domingo, y os traemos a esta sección “faros macabros” el cuarto relato de nuestro amigo Fran Sanabre. ¿Hacia dónde nos dirigirá en esta ocasión? Os avanzamos que nos lleva a New London Ledge light en Connecticut, Estados Unidos.

New London

Con la que llevaba encima no le hacía falta tempestad, él solito se las apañaba para que cada recodo de su corto camino desde la cocina hasta la habitación fuera un naufragio. No le importaba el faro de New London Ledge, sólo su propio destino.

A las afueras del puerto de Connecticut se erige esta siniestra obra de ingeniería, un edificio en medio del mar. Maldito, por supuesto. No son pocas las fantasmales voces desesperadas de náufragos que atormentan a los visitantes. Porque el faro se construyó a raíz de tanta muerte, como muchos otros. Y es que un faro es eso; una luz en la más profunda oscuridad. Pero volvamos al farero ebrio. Dicen que se llamaba Ernie. Y no hay registro de él. Al menos yo no lo he encontrado.

Ernie cuidó del faro entre los maravillosos años 20 y los años 30 del siglo pasado. Siento no ser más exacto. Un farero sin tragedia no es un farero: Su esposa se fugó con otro. Por supuesto, Ernie enloqueció. Subió a la torre y se lanzó al vacío. Así que ahora tenemos el fantasma de un farero loco y despechado. Yo ahí no duermo si no es borracho junto a mi amigo el fantasma del farero. Que se desahogue conmigo, que sé escuchar. Por suerte estoy borracho. Además, el cabrón te llama por las noches.

Me cuenta la historia de mil naufragios, de voces de niños y jóvenes doncellas que estarán atrapados en New London Ledge para siempre. Y son muchos. Escucho interesado. Parece que mi actitud despreocupada le molesta. ¡Fantasmas a mí! Ya vengo de vuelta. Así que dejé naufragar a Ernie en su embriaguez, pues seguía ahogando las penas en alcohol aun después de muerto. No puedo juzgarlo, probablemente me pasaría lo mismo por ella. Siempre un amor, siempre un corazón roto. Siempre una mujer.

¿Y yo? Me fui del faro de New London Ledge con pena por mi nuevo amigo el fantasma, nadie merece que lo engañen. Pobre, brindaré por él. Por suerte no tiene necesidad de atraparte en su eterna noche, sólo la quiere a ella.

No todos los espíritus son malvados. No todos buscan compañía a toda costa, como Raymond. No todos buscan a su hijo, como Rue. No todos tocan el piano. Algunos sólo quieren ese amor especial. El amor de ella.

«La Isleta» por Fran Sanabre

Llegamos al ecuador del mes de agosto y nuestro amigo Fran Sanabre sigue deleitándonos con sus relatos. Éstos se incluyen en una sección denominada “faros macabros”. Acompañadnos para saber dónde nos transportará hoy…

La Isleta

¿Recuerdas la primera vez que viste un faro? ¿Que su luz te hipnotizó para siempre? ¿Que te enamoraste sin saber por qué de aquel destello en mitad de la noche? Yo sí me acuerdo; era un niño y el faro era (y es) el de La Isleta.

Mi padre nos llevaba cada fin de semana al campo o a la playa, pasé media infancia en ésta última. Casi me ahogo en la Charca de Maspalomas con dos añitos y vi mi primer tiburón en una playa de Bañaderos. Lo típico. Quizá fue aquel día, el del tiburón muerto en las rocas, que volvíamos a casa por la carretera del norte cuando me fijé por primera vez en aquel brillo a lo lejos.

Yo, niño, cansado de jugar en la playa y con ganas de llegar a casa, aburrido del viaje en coche, «¿queda mucho?», miraba por la ventanilla y esperaba a doblar en algún punto del camino y ver la ciudad de noche pausada como un cuadro. En aquella visión nocturna de mis calles sólo se movían las luces de los coches que iban, venían y desaparecían, pero una perduraba, una luz sobre las montañas de Las Coloradas, una luz que hacía de metrónomo para mi joven palpitar. Era el faro de La Isleta.

Recuerdo aburrirme en el asiento trasero de aquel viejo Subaru hasta el punto de mirar el faro y contar los pulsos: Un destello, seis segundos, tres destellos, seis segundos. Sí, seis segundos (Pridrangar), no fue casualidad.

Así que mi primer recuerdo de un faro es el anhelo de volver a casa, de llegar a puerto, y la alegría de ver su luz y sentirme a salvo.

Esta historia es real.

Os debía una, ¿No? ¿Es porque no hay muertos ni fantasmas? Pues sí que hay, mi padre. Ahora está allá, me mira y se ríe. Todo es mentira, me dijo. Tiene un diente de oro, una barca y las rodillas negras por el sol, pesca a liña.

Una vez iba en chalana y peces martillo lo rodearon con las aletas fuera del agua. En la boda de la hija de un pez gordo para el que trabajaba de chófer me dejó conducir el Rolls Royce antiguo que llevaba a la novia. Muy pequeño, me agarró con ternura de la mano y me llevó al Estadio Insular. Oler el césped por primera vez no se puede olvidar. Vi tantos partidos con él, lo quise tanto… Qué grande mi padre.

Ahora me espera en La Graciosa, en su barca, pescando viejas y sargos de dos kilos, pero no puedo ir, ahora el padre soy yo. Tengo tanto que hacer por tus nietos, tanto que hacer por aquí.., espérame, por favor, basta de llamarme así.

Te quiero, papá, tú eres mi faro.

«Seis segundos» por Fran Sanabre

Primer domingo del mes de agosto y segundo relato de nuestro amigo Fran Sanabre. Vamos a disfrutar dentro de la sección “faros macabros” de un nuevo relato ambientado en un remoto e inaccesible faro. Se trata de Þrídrangaviti, un faro islandés, considerado como el faro más aislado del mundo, pero centrémonos en lo importante…

Seis segundos

Siempre he cortejado a la muerte, pero nunca como aquella noche de tormenta en que, navegando en solitario al sur de Islandia, mi velero se hizo añicos contra las rocas a los pies del faro de Pridrangar.

No soy un hombre temeroso, o al menos no lo era hasta entonces. Ni al doblar el Cabo de Hornos o practicar escalada libre, ni en San Fermín, ni en todas las peleas de bar con las que pretendía llenar mis noches vacías. No. No hasta entonces. No temí cuando las orcas atacaron la pala del timón del «Santa Ana» dejándolo sin gobierno y a merced de la tempestad, ni tampoco al chocar con violencia y hundirme junto a mi barco. No. Tampoco al sentir la presión del agua en mi cuerpo al ser arrastrado a las oscuras profundidades. Me ahogaba, moría, y había aceptado el final, pero algo (o alguien) sujetó mi mano… Y entonces desperté en el faro.

Abrí los ojos como después de un mal sueño y contemplé la total oscuridad. Diluviaba tan fuerte que no escuchaba las olas. Olía a tormenta y mar. Una puerta abierta dejaba colar a un insolente viento cargado de salitre y violentas gotas de lluvia. De pronto, una fuerte luz venció a la noche por un segundo para volver a dar paso a la total oscuridad. Conté hasta seis y el brillo volvió: Era la lente del faro. Miré a mi alrededor, estaba en una pequeña habitación sin muebles ni ventanas, sólo la puerta.

Necesité sólo un momento para verlo todo: Un pequeño generador y una especie de cuadro eléctrico, nada más. Bueno, y la mujer que me observaba sentada en un rincón como si allí no pasará nada.

  • Tranquilo, no tengas miedo.
  • No tengo miedo.
  • No te levantes, te has dado un buen golpe.

Me levanté. Sí que estaba magullado. Salí a comprobar dónde estaba y efectivamente, en lo alto de una roca inaccesible de cuarenta metros de altura. Algo no cuadraba.

  • Necesito que me expliques cómo hemos llegado hasta aquí.
  • Naufragaste y yo te salvé. Escalé la roca contigo a la espalda.

Aquello era imposible, no tenía sentido. Sólo era una joven delgada y no muy alta, pesaría la mitad que yo. Y muy guapa, por cierto. Demasiado guapa. Tanto que no seguí investigando mucho.

  • ¿Y tú de dónde has salido?
  • Del mar.

Medité por unos segundos. Me senté en el suelo, a su lado. Esperé a que la luz la bañara.

  • ¿Estamos soñando?

Oscuridad. Ella esperó también.

  • Depende. Para mí, en cierto modo, esto es un sueño.

Se me hacía más hermosa con cada nuevo destello del faro. Hacía preguntas que ella contestaba ambiguamente mientras yo contaba hasta seis para volver a verla. La importancia de las respuestas cedió a la importancia de su mirada, su boca y su pelo.

  • Eres preciosa.

Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis….

  • Gracias.

Se había acercado a mí durante el intervalo de sombra. Hice lo mismo. Jugamos a acercarnos mientras no nos veíamos hasta que nuestras bocas rozaron. Mi pecho latía con vida.

Llegaron los besos. Primero despacio, luego no. Su boca era húmeda, caliente y carnosa, su piel, terciopelo, su cadera, el lugar donde mis manos querían descansar para siempre. Si estaba muerto, aquello era el cielo.

Y mientras la tierra giraba, se libraban guerras o se perdía el tiempo en un atasco, mientras todo, lo relevante y lo mundano, pasaba, nosotros nos comíamos escondidos en el lugar más inaccesible y alejado. Los amantes del faro del fin del mundo.

Hicimos el amor hasta el amanecer, hasta mucho después de ver el último destello del faro, apagado automáticamente por la mañana. La tormenta había cesado. Aprovechamos los primeros rayos de sol y nos tumbamos desnudos en el helipuerto.

  • Dime la verdad, eres un fantasma.
  • Nooo.
  • Una sirena.

Ella negó con la cabeza mientras reía.

  • Eres una de esas mujeres foca de las Islas Feroe.
  • Jajaja, no. ¿Me estás llamando foca?
  • -¡No! Dios me libre.

Seguimos allí tumbados riendo hasta que llegó el helicóptero de rescate.

  • Tienes que irte. No preguntes por qué, hay cosas que no se pueden explicar, pero no puedo ir contigo. Todavía no, nuestra hora no ha llegado. Te queda mucho por hacer y por vivir, ya lo entenderás. Volveremos a vernos.
  • No me has dicho cómo te llamas.

A pesar de estar solos, se acercó y me susurró su nombre al oído.

  • Guárdame el secreto. Y ahora cierra los ojos y cuenta hasta seis, como anoche.
  • Y eso hice. Entonces desapareció.

Me quedé allí solo y confundido, con unos minutos para pensar en ella antes de que llegara el rescate. Me había enamorado y ya la echaba de menos. Por un momento me invadió la idea de no volver a verla más y, por primera vez en mi vida, tuve miedo.

Continuará.

«Eldred Rock» por Fran Sanabre

Es domingo y como sabéis solemos dedicar esta día a las actividades culturales: entrevistas con escritores, publicaciones de poesía y por supuesto a los relatos de nuestro amigo Fran Sanabre. Desde hoy y durante todos los domingos del mes de agosto vamos a poder disfrutar dentro de la sección “faros macabros” de unos relatos muy jugosos.

Eldred Rock

Ponte la rebequita porque hoy nos vamos a Alaska. Aunque de poco hubiera servido la ropa de abrigo a las condenadas almas que se hundieron con el “Clara Nevada” junto a Eldred Rock, en las gélidas aguas del canal Lynn.

Era el 5 de febrero de 1898 cuando el “Clara Nevada”, en plena fiebre del oro, zarpó de Seattle con una tripulación de 40 hombres y 165 pasajeros a bordo. Transportaba una carga de 800 libras de oro (aproximadamente 360 kilos), unos 20 millones de euros de hoy.

Dicen por ahí que también transportaba… ¡Dinamita!

Tras dejar gran parte del pasaje en los campos de oro de Klondike, el buque de vapor continuó rumbo a Skagway con su tripulación y entre 25 y 40 pasajeros, pero nunca llegó a su destino. Chocó durante la noche con una roca al norte de Eldred Rock sin que hubiera supervivientes.

La dinamita… Me pregunto si el barco se habrá ido a pique rápidamente o saltó por los aires envuelto en llamas, porque es un dato que no sé. Me gusta lo de las llamas porque soy un romántico y es más espectacular. ¡E irónico! Arder en medio del mar…

Y hasta aquí la historia del “Clara Nevada”.

¡Ah, el faro, claro! Pues vino después, allá por 1905. Es de primero de farero: ¿Qué se construye en zona de naufragios? Una librería no. Pero el faro de la isla de Eldred Rock, conocida como Nechraje en nativo, no está maldito, que yo sepa. Pero una vez pasó algo:

Una noche, diez años después del naufragio, una fuerte tormenta azotó el faro. Por la mañana, el farero, que salía a inspeccionar los daños, se encontró con la fantasmal figura del “Clara Nevada” varado en la costa, que volvió a desaparecer a la noche siguiente.

Lo que nunca volvió a aparecer fue el oro.

«Boon Island» por Fran Sanabre

Un domingo más tenemos un nuevo relato de nuestro amigo Fran Sanabre. Se trata de una historia verídica. Así que, si queréis conocer lo que sucedió hace unos siglos, acompañadnos a Boon Island, un faro aislado en Maine.

Boon Island

No me parece el nombre más apropiado para el escenario de hechos tan macabros, donde el frío, el hambre y la locura, fueron los protagonistas. Hablo de Boon Island o isla Bendición. Y claro, su faro.

En 1682, el Increase naufragaba en este pequeño y yermo banco de arena, obligando a sus cuatro tripulantes a sobrevivir durante un mes a base de pescado y huevos de aves marinas. Fueron rescatados gracias a sus señales de humo, vistas desde la costa. La isla se encuentra a menos de seis millas de tierra firme y ver la salvación tan cerca y, a la vez tan lejos, no debió ser fácil, pero los marineros soportaron estoicamente hasta su rescate a manos de los indios del monte Agamenticus.

No tuvieron un comportamiento tan ejemplar los tripulantes del Nottingham Galley, encallado en el mismo lugar años más tarde, en 1710. Para sobrevivir al duro invierno se vieron obligados a comerse unos a otros.

Había que construir un faro. Un siglo después se levantaba orgulloso el más alto de todo Maine y Nueva Inglaterra, pero los problemas no cesaron. Los fareros duraban poco, abandonando aquella desolada isla para no volver. Sólo uno tuvo la entereza de permanecer en su puesto, William C. Williams, quien además lo hizo durante 27 años, muriendo anciano pasados los 90. Todo esto parece suficiente para declarar maldito este lugar, pero he guardado lo mejor para el final.

En mi trabajo de investigación he encontrado varias versiones de lo que voy a relatar, no siendo ninguna concluyente. Por ejemplo, el nombre de nuestros protagonistas no figura en el registro histórico del faro, así que serán omitidos. Hablo del farero muerto y su esposa enloquecida. En el siglo XIX, en medio de una tormenta durante un duro invierno, el cuidador de Boon Island Light ató una cuerda a su cintura para salir de la casa y atender el faro. La mujer, tras tirar con sacrificio de la cuerda para recuperar a su marido, sólo encontró el cadáver congelado del farero al otro extremo. Ahora es cuando la historia se vuelve todavía más macabra. Se acostó en la cama junto al cuerpo sin vida, alternando su peculiar velatorio con los trabajos de la torre, y así permaneció cinco días, cuidando la luz y durmiendo con un muerto. Al quinto día, unos pescadores divisaron el faro apagado y se acercaron a inspeccionar. Encontraron a la mujer en la cama junto a su esposo. Dicen que ella murió pocas semanas después debido al frío, pero que sigue empeñada en terminar el trabajo que el farero dejó a medias, encendiendo luces y sirenas, custodiando el faro. Así que, cuando pienses en el sacrificio de esos hombres, los guardianes de la luz, no te olvides de sus esposas. Ellas también los tienen bien puestos.

«Se llamaba Rue» por Fran Sanabre

Es domingo y nuestro amigo Fran Sanabre nos ha enviado un nuevo relato. Se trata de una historia espeluznante. Así, que si queréis estremeceros acompañadnos a Heceta Head, un pavoroso faro en Oregón.

Heceta Head

Se llamaba Rue. Al menos ese es el nombre que un grupo de jóvenes obtuvieron tras jugar a la Ouija en el faro de Heceta Head.

En un acantilado de la costa de Oregón se erige este hermoso faro. Allí vivía su cuidador junto a su esposa y su hijo hasta el fatídico día en que sufrieron la mayor pérdida que puede golpear a una familia.

Junto a los árboles cercanos hay una pequeña tumba sin marcar, la del pequeño niño que desapareció y murió ahogado. Sí alguien osara cavar no encontraría cuerpo ni ataúd, sólo tierra y barro.

El fantasma de la mujer permanece en el faro buscando a su hijo sin descanso. Se la ha visto pasear con un vestido oscuro y el cabello largo y cano, haciendo su ronda cada noche. No le gustan los visitantes y mucho menos los cambios… Una vez fueron a pintar el faro, pero los operarios no tuvieron su aprobación y lo hizo saber activando la alarma de incendio. Los hombres quitaron las baterías, pero la alarma siguió sonando.

Así que si visitas Heceta Head no cambies nada de sitio, presenta tus respetos ante la pequeña tumba vacía y no molestes a Rue. Ella no es malvada, sólo una madre que busca a su hijo.

Buenas noches.

«Fanad Head» por Fran Sanabre

Queremos compartir con todos vosotros otro relato escrito por nuestro amigo Fran Sanabre. En esta ocasión, nos transporta con una historia conmovedora a -Fanad Head-, un hermoso faro irlandés .

Fanad Head

Cada año tenían una cita al anochecer en el faro de Fanad Head y cada año, Samuel repetía el mismo ritual: Ducha fría, barba arreglada, traje impecable y camisa blanca, esa camisa que a ella tanto gustaba. Llenaba una cesta de picnic, compraba flores y partía en coche desde Donegal. La civilización iba quedando atrás para dar paso a prados verdes llenos de ovejas, y un viento constante. Para llegar al faro lo hacía a través de angostos caminos por los que apenas pasaba un coche. Rezaba para no encontrarse con otro de frente. Una vez en el faro podía notar la fuerza del Atlántico, era como entrar en otro mundo. De no ser por el helipuerto, recién pintado, todo parecía estancado en el tiempo. Samuel era muy feliz allí. Recogió su llave en recepción, pues existía la posibilidad de alojarse en el faro. Dejó la cesta y las flores, cenó pronto y dio un paseo cerca de los acantilados viendo el atardecer en el mar. Unos delfines saltaron y una ballena asomó el lomo, expulsó una gran nube blanca y se sumergió dando un coletazo. Un espectáculo.

El sol se escondía tras el horizonte y Samuel observaba impaciente, contando cada segundo hasta el destello verde. Cuando no quedaba día, se encendió la linterna del faro de Fanad Head. Era el momento. Fue a su habitación y espero sentado a los pies de la cama con el ramo de flores en la mano. Alguien tocó a la puerta. Era ella.

  • Feliz Samhain, Samuel.
  • Feliz Samhain, Eileen.

Y se besaron, y se abrazaron, y a los pocos segundos todo era ropa por el suelo, pasión desenfrenada y una habitación abarrotada de suspiros, sonrisas y miradas. Hicieron el amor durante horas empañando cristales, empapando sábanas, recorriendo sus cuerpos, saboreando el aliento del otro, aprovechando cada segundo como si fuera el último. Y en mitad de la noche, corrieron desnudos por el prado. La luz del faro acarició sus siluetas, sus pieles blancas, y el viento jugaba insolente con la roja melena de la bella muchacha. Sacaron la cesta de picnic, comieron Barm Back, queso, fruta y mermelada. Hablaron y rieron enamorados. Faltaba poco para el amanecer. Volvieron a la habitación para tumbarse con las caras muy cerca y juguetear con las manos.

  • Estoy cansado, Eileen. Ella sonrió.
  • Cierra los ojos, me quedaré a tu lado.

El sol entraba por la ventana cuando Samuel Murphy despertó y puso la mano sobre el hueco vacío que había en su cama. La habitación estaba inmaculada. Tras asearse y vestirse, dejó el ramo de flores en un jarrón con agua y cerró la puerta.

Al entregar la llave en recepción le preguntaron:

  • ¿Quiere reservar para el año que viene, Mr. Murphy?
  • Por supuesto.
  • Confirmado: La habitación de siempre para la noche del 31 de octubre. ¡Ah! Su nieta ya está esperando.

La joven, que el día anterior había traído a su abuelo hasta Fanad Head, ahora lo llevaba de vuelta a Donegal.

  • Abuelo, no contestes si no quieres, pero ¿es aquí donde murió abuela?
  • Sí, enfermó al poco de tener a tu madre. Yo era el cuidador del faro.
  • ¿Y vienes cada noche de los muertos? ¿Desde cuándo?
  • Desde siempre, hace ya sesenta y dos años.

«Málaga» por Fran Sanabre

Os presentamos otro relato escrito por nuestro amigo Fran Sanabre. En esta ocasión, nos transporta a -La Farola- con una historia desgarradora, pero juzgadla vosotros mismos.

Málaga

El 28 de agosto de 1936 se apagaba La Farola de Málaga y Carmen, llorando apesadumbrada, observaba la oscuridad desde el balcón de su casa. Con una mano secaba su cara y, con la otra, buscaba en el bolsillo una carta.

Mi amada Carmen:

Tres meses sin verte y me parecen años, quién nos iba a decir el día que me fui al servicio militar que la guerra tocaría a nuestra puerta. A mí y a otros soldados de Infantería de Marina nos han destinado al crucero Baleares. Ya no estoy en Cartagena, en el Tercio de Levante. Me tratan bien y surco los mares, como siempre habíamos soñado hacer tú y yo. Me gusta, pero me faltas tú, te echo de menos. No hemos entrado en combate, ojalá nunca lo hagamos. No quiero matar a nadie. Por seguridad no puedo decirte cuál es nuestro rumbo, aunque espero hacer escala en Málaga y poder besarte. Sueño contigo despierto y dormido, en el día que vuelva a tus brazos, en tu pelo, tus labios, tus ojos negros mirando al mar, esperándome.

Llevo tu foto en el bolsillo izquierdo, sobre el corazón, junto a la estampa de la virgen que me dio mi madre. Espero pronto ver la luz de La Farola de Málaga, donde nos besamos la primera vez, así sabré que estoy en casa. Te amo. Siempre tuyo: Antonio.

Carmen, la bella malagueña, estrelló la carta en su pecho y gritó de dolor mientras se ahogaba en llanto. Enloquecida, abandonó la idea de peligro y, decidida, se echó a la calle descalza, sólo con un vestido negro. Ya era de madrugada. Evitó ser vista y se movió como un gato por las calles secundarias al amparo de la sombra y los soportales. No se cruzó con ningún soldado de ronda, algo extraño, y llegó con facilidad a la base de La Farola. Deslizó una horquilla del pelo en la cerradura de la casa del farero y hurgó procurando no hacer ruido. Ya no le importaba nada. Casi una hora después la cerradura cedió y abrió la puerta. Nadie la había descubierto. Subió hasta la torre y encendió la linterna. Se coló hasta la pasarela y observó el mar, como si el Baleares fuera a estar allí, esperando. Luego miró al oeste, a la cuidad, y sonrió ante la belleza de Málaga. Suspiró con los ojos cerrados. Ya no volvería a abrirlos. A lo lejos se escuchó un disparo. Un beso de plomo de un francotirador alcanzaba a Carmen, que cayó sin vida desde lo alto. Todavía se la ve en el Muelle de Levante o en la pasarela de La Farola, siempre mirando al mar, esperando.

En 1993, el último farero de La Farola de Málaga, cerraba la puerta y echaba la llave. Una mujer lo sujetó del brazo. Era una joven malagueña que andaba descalza. Él ya conocía al fantasma. Se preparó para responder, como siempre que ella preguntaba:

  • Farero, ¿quién ganó la guerra?
  • Perdimos todos, Carmen.