El faro de Punta Médanos por Cecilia Barale

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Cecilia Barale, escritora argentina, autora de las novelas -El coleccionista- y -El último aullido del lobo-, ha hecho una reflexión intimista sobre el faro que le ha inspirado, el faro de Punta Médanos. No queremos romper la magia de este relato tan introspectivo, así que os emplazamos a que leáis próximamente la entrevista que nos ha concedido, en la que os desvelaremos más cosas sobre ella y los faros.

Mi faro, el faro de Punta Médanos.

Creo que todos en la vida tenemos un faro. Solo hace falta buscarlo. Y yo, como casi toda persona que pasó los veranos de su niñez mirando al mar, siento una extraña y profunda fascinación por ellos. Durante años me pregunté por qué esas construcciones que albergaban un pequeño punto de luz intermitente me habían parecido tan misteriosas, tan atrapantes.

De chica imaginé las más diversas historias en aquellos lugares inhóspitos y rodeados del encanto del mar. Imaginaba al farero como alguien solitario, luchando contra las inclemencias del clima para lograr que, gente que jamás iba a conocer, llegara a su destino. No me hacía falta más que mirar el mar, escuchar el incesante rugir de las olas y sentir la presencia muda del faro para pasar tardes inolvidables. Creo que ahí, sin darme cuenta, empecé a narrar las primeras historias en mi cabeza. Mi niñez estuvo marcada por el faro al que visitaba todos los veranos.

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El faro de Punta Médanos, situado cerca de la localidad de Mar de Ajó, en la costa de la provincia de Buenos Aires. Una simple torre metálica de casi 60 metros, hoy pintada de blanco y rojo, con una casa cilíndrica a sus pies. Y sus 298 escalones que hace un tiempo dejaron de estar abiertos al público.

Tuve la suerte de poder entrar y todavía recuerdo cierta sensación de ahogo al subir. Pero a esa sensación de ahogo siempre le ganó la sensación de encanto. Era como penetrar, al menos por un rato, en un mundo adulto y desconocido, un mundo donde todo podía pasar.  Si ese pequeño punto de luz podía decir tanto, verse desde tan lejos, guiar en medio de la niebla, yo también podía sentir que era la protagonista de la historia más misteriosa que se me ocurriera. Podía ser cualquier persona, y hasta podía ser todos juntos al mismo tiempo. Ese era el secreto entre el faro y yo.

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El tiempo pasó y, con los años, mis ojos despojaron al faro de sus aspectos mágicos. Sin embargo, siempre vuelvo a ese lugar. Y cuando comienzo a verlo dibujarse en el horizonte, rodeado de médanos y eucaliptus, por un segundo vuelve a mí esa sensación de aventura que sentía tantos años atrás. Hoy me doy cuenta de que uno, en ese lugar, está solo frente a la naturaleza. Mirando de frente a un mar que devoró muchos, demasiados barcos, acariciado por el viento y la arena ardiente del verano. Uno está envuelto en el silencio estridente de la naturaleza. No hay ningún apuro impuesto por el hombre allí. Las conversaciones pueden esperar. Lo único que te recuerda que en algún lugar de la tierra existe el hombre es esa construcción.

Ajeno a las inclemencias del tiempo, ese delgado faro metálico sigue funcionando. Y transmite, entre parsimonia y mesura, una señal que ayuda a alguien anónimo a encontrar el horizonte en medio de ese salvaje mar color gris. Ver con tus propios ojos ciertos paisajes del mundo, hacen que nuestro mundo tenga sentido.

Con el tiempo pude descubrir lo que ese faro representa para mí. Creo que todos los faros son un lugar a donde uno, lo sepa o no, ha de llegar. Y en mi caso, es la comunión del mundo de mi niñez con la vida actual. El lugar donde por primera vez supe que iba a escribir.

Es el hito del hombre en medio de la nada, la luz donde reina la oscuridad. Porque, al fin y al cabo, ¿qué es la vida sino un viaje donde todos buscamos un faro? El mío está en Punta Médanos, siempre dispuesto a recordarme quién fui. Ojalá mucha más gente pueda, algún día, descubrir su propio faro.

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Muchas gracias Cecilia.