Entrevista a Edgar Max, creador de «Bill el Largo»

Desde este Blog amigo me preguntan cómo se me ocurrió Bill el Largo y por qué me gustan los faros… Lo cierto es que ambas respuestas van de la mano. En la primera viñeta que dibujé de un tebeo de Bill el Largo ya sale un faro, el de la Vieille. Y ahora os diré por qué.

Corrían malos tiempos en el 2004 pero los capeaba como podía: de bares, con amigos, mucha música y mucho alcohol. Acababa de terminar el CAP y enganchaba trabajo temporal de mierda con trabajo temporal de mierda. Mi madre había muerto muy joven, hacía pocos años, y el mazazo todavía me impedía caminar derecho. En cuanto juntaba un par de pagas,  dejaba el curro y me dedicaba a leer, dibujar y estar de bares. Si me hubiesen dicho entonces que iba a acabar siendo profesor de Historia a 1000 kms de Zaragoza me habría reído con fuerza. Tenía una actitud muy punk y no hubiese imaginado nada más alejado de mis intereses: los tebeos, la música, los bares. Tom Waits acababa de sacar el REAL GONE y bajo la influencia de su “Circus” dibujé una lámina muy oscura con el lanzador de cuchillos que luego sería Bill el Largo.

Tenía una novia que trataba de anclarme los pies al suelo, sabía que podía irme con la riada en cualquier momento. Me hizo mucho bien. Un día de septiembre se fue a trabajar de profesora a la Bretaña y me dijo que me fuese a vivir con ella, nueve meses, a un pueblecito “perdido” llamado Vitré. Como soy así de listo, me negué, prefiriendo seguir en Zaragoza atado a unos cabos sueltos de malditismo que ahora se me antojan muy tontos. Qué bofetada me daría de poder regresar al pasado en un Delorian… Pero bueno, seguí trabajando en una fábrica de aluminio -turno de noche en INALSA- y en cuanto junté unos ahorrillos me fui a visitarla unas cuantas semanas. Noviembre en Bretaña.

Supongo que fue el viaje que cambió mi vida. Descubrí que el vino no necesita Coca-Cola para estar bueno y otras cosas casi igual de importantes: la sidra bretona, la niebla bretona, la tozudez bretona… ¡Ah, y los majestuosos paisajes de Bretaña! Sin ninguna preocupación, más allá de dibujar y complacernos, recorrimos los fines de semana la Bretaña entera y me enamoré de sus costas. Ahora entiendo que, luego, Bretaña se convirtió en mi Camelot perdido: verdor perenne, mares embravecidos, tumbas de poetas, un folclore riquísimo, faros hermosísimos y (casi) ninguna inquietud en la cabeza. Noches enteras de sidra y Tom Waits, de Hugo Pratt y sexo -no con él, claro-, de dibujos y muchas risas. Cuando visitamos el finisterre bretón, la Pointe du Raz, entendí que ahí iba a comenzar algo importante.

Lo que comenzó fue “La Gente de Ankou”, mi primer tebeo con Bill el Largo de protagonista. También una filia que me acompañaría hasta hoy, el amor por los faros y los acantilados. Luego la vida siguió y los trabajos de mierda en Zaragoza se sucedieron. Visitamos Escocia e Irlanda y se forjó en mi un amor inmortal por la fachada atlántica y esa cosa que vagamante llamamos “lo celta”. Empezó a reflejarse en mis dibujos cada vez más. Me sentía en casa en cualquier bar de Donegal, trasegaba pinta tras pinta, me empapaba gustoso bajo cualquier llovizna y me aprendía hasta las letras más complicadas de los Dubliners. Pero el tiempo pasaba y mi madurez, por así decir, no llegaba… La novia que tanto bien me hizo y yo partimos los panes de forma muy dolorosa y el destino, con su particular forma de retorcer los senderos, me trajo a Almería… ¡Con lo que a mí me gustaba el Norte!

El resto es Historia. Reconvertido en profe, conocí a una sirena de pelo rizado que me descubrió las bondades del Sur.  Yo la tiraba al Norte cada vez que podía, ella me anclaba ambos pies en el terruño sureño. Visitamos Gales, Islandia, las Orcadas, las Shetland, Noruega, y muchísimos sitios más, buscando faros, nieblas, auroras boreales, ballenas, gaitas y cervezas de alto octanaje. Al principio a regañadientes ella, luego cómplice. Durante el resto del tiempo, me enseñó calas de ensueño, tapas para perder el sentido y gentes encantadoras en esto que llamamos “sur”. Se forjaron extraños lazos inquebrantables. Bill el Largo nos acompañaba en cada viaje acumulando guiones para futuras historietas. Adoptamos de tótem a las ballenas y a los puffins. Trajimos grumetes al mundo.

Ahí fuera hay un mundo negro y devorador, -“la Nada” de la Historia Interminable-, y está siempre el acecho. Al final nos tragará a todos. Pero entretanto hacen falta balizas luminosas, faros, cuantos más mejor para ayudar nuestra navegación. Hace falta reconstruir nuestro Camelot perdido e invitar a cuanta más gente puedas; hace falta llenarlo de risas y música y luz, porque bastante negrura hay fuera ya. Así que supongo que por eso me gustan los faros… Y así nació Bill el Largo. Dos por uno.

¡Salud!

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Autorretrato de Edgar Max, su familia y Bill el Largo usada en el webcomic «Faros de tinta».